01 junio 2011

22 de Febrero de 1914

Cuando era niña -hacia la edad de trece años y alrededor de un año- todas las noches, a partir del momento en que me acostaba, me parecía salir de mi cuerpo y elevarme en línea recta por encima de la casa; luego, de la ciudad, muy alto. Me veía, entonces, vestida con una magnífica ropa dorada, más larga que yo; y a medida que ascendía, esa ropa se alargaba extendiéndose circularmente en torno mío, para formar como un techo inmenso por encima de la ciudad. Entonces, veía salir por todas partes, hombres, mujeres, niños, viejos, enfermos, desgraciados; se reunían bajo la ropa extendida implorando ayuda, contando sus miserias, sus sufrimientos, sus penas. En respuesta, la ropa, ligera y viva, se alargaba hacia ellos individualmente, y a partir del momento en que la tocaban, eran consolados o curados, y entraban de nuevo en sus cuerpos más felices y fuertes que antes de haber salido. Nada me parecía más bello, nada me hacía más feliz; y todas mis actividades de la jornada me parecían frías y grises, sin vida real, en comparación con esta actividad nocturna que era para mí la verdadera vida. A menudo, cuando me elevaba de ese modo, veía a mi izquierda a un anciano silencioso e inmóvil, que me miraba con un afecto benevolente y me animaba con su presencia. Este anciano, vestido con un largo ropaje de color violeta oscuro, era la personificación -lo he sabido más tarde- del que se llama el Hombre del Dolor.

Ahora, la experiencia profunda, la realidad casi inexpresable, se traduce en mi cerebro a través de otras nociones que puedo definir así:

Muchas veces, durante el día y la noche, me parece que estoy, o más bien mi consciencia está totalmente concentrada en mi corazón, que ya no es un órgano, ni incluso un sentimiento, sino el Amor divino, impersonal, eterno; siendo ese Amor, siento que vivo en el centro de toda cosa sobre la Tierra, y, al mismo tiempo, me parece extenderme en brazos inmensos, infinitos, y envolver con una ternura sin límite a todos los seres, apretados, agrupados, acurrucados sobre mi pecho, más vasto que el universo... las palabras son pobres y torpes, oh, divino Maestro, y las traducciones mentales son siempre infantiles... Pero mi aspiración hacia Ti es constante, y, a decir verdad, eres a menudo Tú mismo y Tú solo quien vives en este cuerpo, imperfecto medio de manifestarte.

¡Qué todos los seres sean dichosos en la paz de Tu iluminación!
          Traducción del original francés: Shraddha